lunes

La tienda secreta. YA A LA VENTA.

Os presento mi nueva novela. Se llama "LA TIENDA SECRETA". Es de aventuras y misterio, directa, muy entretenida (espero), y si os gustan sus personajes, en el futuro quizá haya nuevas entregas. Vosotros teneis la última palabra. Disfrutadla.



SINOPSIS:
Ana Faure, con diecinueve años, descubre que su padre, que la abandonó siendo una niña, aparece asesinado en un pequeño pueblo de Francia. Su trabajo, relacionado con las antigüedades, siempre fue un misterio para ella y decide investigar sobre sus últimos días. Al parecer, todo está relacionado con un objeto que él buscaba desde hacía meses y en donde Ana cree que está la clave que permita descubrir al responsable del crimen.

Una viaje que la llevará por Europa y que hará que cambie la visión que tenía de su padre, de su pasado y de ella misma.

***
Si quereis saber más, he abierto una web con imágenes que me han servido de inspiración para escribirla. Son solo pistas que no desvelan nada de la trama. Un aperitivo de lo que podéis encontrar.


Y aquí os dejo el primer capítulo:

CAPÍTULO 1


Cuando a Ana le dijeron que Jean-Jacques Faure había muerto, tardó unos segundos en comprender que hablaban de su padre. Hacía más de quince años —desde que ella cumplió los cuatro— que solo había escuchado las sílabas que formaban su nombre dentro de su cabeza. Jean «El Aventurero». Jean «El Intrépido». Jean «El Misterioso». Pero con el paso de los años, y tras su desaparición, también se convirtió en Jean «El Abandona Hogares» y en Jean «El Mal Padre». Pero pese a todo, Ana nunca había perdido la esperanza de volver a verlo.

 Solo unos minutos antes de conocer la noticia, se encontraba en la puerta del departamento de Derecho Procesal y Mercantil de la Universidad de Alicante, lista para un nuevo suspenso que adornaría su desastroso expediente. Desde el primer día que pisó la facultad, supo que aquella carrera no era para ella. La eligió igual que un náufrago se aferra a un tablón de madera en medio de la tempestad. Había escuchado que Derecho era la carrera de las vocaciones perdidas, un lugar en el que, por puro aborrecimiento de leyes y jurisprudencia, la mente acababa revelándose y mostraba su verdadera vocación. Pero Ana llevaba ya dos años allí, había cumplido los diecinueve, y no había encontrado nada.
—Ana Faure —dijo una voz. Ella no la escuchó. Con los auriculares puestos, caminaba nerviosa de un lugar a otro, mientras intentaba recordar lo que había estudiado la noche anterior. En sus oídos resonaba el programa radiofónico de misterio que había descargado esa mañana en su reproductor de música, y del que hasta ahora no había podido disfrutar, porque había pasado las tres últimas noches encerrada en su cuarto estudiando un infierno de definiciones y conceptos incomprensibles.
Esta noche abordaremos un tema de lo más apasionante: los sueños —dijo la voz del presentador. Ana no creía en las visiones premonitorias, ni en lo extraño, ni en lo sobrenatural; pero le pareció curioso escuchar ese programa justo cuando la noche anterior tuvo un sueño de lo más extraño.
En él, Ana estaba rodeada por una oscuridad impenetrable. Caminaba por ella, cuando de pronto escuchó un sonido a sus espaldas, como si algo se aproximara a toda velocidad. Percibiendo el peligro, comenzó a correr presa del pánico en una huida a ninguna parte, en la que se sintió diminuta rodeada por aquella negrura. El sonido se tornó entonces más fuerte y concreto, y Ana se dio cuenta de que lo que oía era el graznido de un pájaro. Uno enorme.
Como en toda buena pesadilla, tras una larga carrera, cayó al suelo, y sintió cómo el ave se abalanzaba sobre ella. En ese momento distinguió su forma. El cuerpo del pájaro no era negro como el de un cuervo, sino que brillaba, igual que si se hubiera tragado un puñado de brasas que hacían arder su estómago y sus ojos. De su pico salía un denso humo que apestaba a azufre y a carne quemada, como si en la naturaleza del ave estuviera el hacerse daño con aquel fuego... y ahora también quisiera que ella lo sintiera. ¿Un Fénix? se preguntó Ana, justo cuando el pico del pájaro fue directo hacia ella. Se despertó con el corazón acelerado y las manos cubriéndose los ojos.
—¡Ana Faure!—repitió de nuevo la voz, sin éxito.
El calor en el pasillo en que esperaba su turno era insoportable. Ana no hacía más que rascarse las piernas y maldecir por no haberse puesto un pantalón corto, en lugar de aquellos vaqueros que se le pegaban a la piel. Llevaba las gafas en equilibrio sobre la frente, porque odiaba cómo le quedaban y porque quería disimular sus dioptrías. Tenía el pelo muy negro y recogido en una coleta. Sus ojos eran grises. Un lunar sobre su ceja derecha. Varios pendientes en su oreja izquierda. Y llevaba una mochila, uno de los escasos recuerdos que tenía de su padre, colgada sobre el hombro.
Un examen oral en pleno mes de Junio. En Alicante. A poco más de diez días de las Hogueras de San Juan. ¿Podía existir una tortura más refinada?
Se lamentó tener apagado su teléfono móvil, pero no quería que su madre la llamara preguntándole si ya había hecho el examen y qué tal le había salido. Pero sobre todo lamentaba no poder hablar un rato con Erika, su amiga de la infancia, y desahogarse de todas aquellas preocupaciones que le rondaban.
Volvieron a pronunciar su nombre y varias cabezas de estudiantes se giraron hacia ella. Notó  cómo una mano tocaba su brazo, y el sobresalto hizo que se le cayeran los auriculares y las gafas al suelo. Se agachó para recogerlas.
—Eres Ana , ¿verdad? —le dijo quien la había tocado, también arrodillado—. Creo que te están llamando.
Ana quiso ver quién le hablaba, pero sin las gafas solo distinguió la silueta de un chico alto y moreno, con un acento extraño.
—Gracias... —dijo ella, y corrió a toda prisa hacia el despacho. No le sonaba de nada aquel chico. Tenía pinta de estudiantes de Erasmus, y tal vez hoy haría el mismo examen que ella, pero no entendía cómo la había conocido, ni por qué sabía su nombre. Antes de entrar, se puso las gafas y fue a mirar hacia donde él estaba, pero una frase le impidió echar el vistazo.
—Hemos estado a punto de calificarla como no presentada. ¿Es que no nos escuchaba?
Ana observó a los profesores que formaban el tribunal que la iba a examinar. Estaba compuesto por tres profesores. Dos hombres y una mujer. El que le había hablado, tenía las manos cruzadas sobre la mesa y llevaba puesta una gruesa gabardina, a pesar del calor. A su derecha, otro hombre con aspecto de búho la miraba fijamente. A la izquierda, una mujer sin expresión parecía analizarla, como si con solo mirarla supiera exactamente la nota que iba a sacar en el examen, decimales incluidos.
—Lo siento —dijo Ana sentándose frente a los profesores y dejando la mochila sobre la mesa. Lo mejor era acabar con aquello cuanto antes.
Los docentes, sin embargo, decidieron tomárselo con más calma y se mantuvieron en silencio casi un minuto, hasta que el de la gabardina, en el tono más monótono posible, pronunció las dos preguntas que iban a componer la prueba.
—Lección 18: Sociedades de capital: Participaciones sociales y acciones. Lección 20: Modificaciones estructurales. Disolución parcial, disolución, liquidación y extinción de sociedades.
Ana sabía que tenía diez minutos para retirarse hasta otra mesa y hacer un pequeño esquema de lo que iba a explicar, pero no sabía qué responder. Pensó en hacer lo que ya había hecho muchas veces: levantarse e irse, añadir una nueva derrota y esperar que la vez siguiente corriera mejor suerte. Cosa que no iba a ocurrir. Abrió la boca para decir con toda la rabia e impotencia que llevaba dentro que no tenía ni idea de lo que le habían preguntado, cuando escuchó una voz decir su nombre.
—¿Ana Faure? —dijo alguien y no supo si había sido uno de los profesores u otra persona. Estaba muy solicitada aquella mañana—. ¿Ana Faure, por favor?
Ana se giró y vio a uno de los conserjes de la facultad moviéndose entre los alumnos, mientras repetía su nombre. Se le notaba alterado porque nadie le hacía caso, y al no encontrarla, metió la cabeza en el despacho. Sudaba. Manchas húmedas surcaban sus sobacos y los pliegues de su ropa, por donde sobresalía una gran barriga. Unos ojos pequeños, camuflados por unas gruesas gafas, miraron hacia los tres profesores.
—¿Está Ana Faure aquí?
—Soy yo —dijo Ana.
El conserje suspiró de alivio.
—¡Oh! ¡Gracias a Dios! ¡Llevo más de una hora buscándote! Tienes que venir conmigo. ¡Rápido, vamos!
—¿Ahora?
El profesor de la gabardina miró con desprecio al conserje. Los otros profesores lo imitaron.
—¿No se ha dado cuenta de que estamos en mitad de un examen?
El conserje infló su barriga como un globo y retuvo el aire. La antipatía era mutua.
Ante la falta de respuesta, el profesor agitó una mano, igual que si mandara retirarse a un criado.
—Espere unos minutos en el pasillo, ¿quiere? Cuando terminemos le avisaremos. —Miró de reojo a Ana y su folio en blanco—. De todas maneras, ya estábamos terminando.
El conserje se ajustó las gafas y sus ojos se agrandaron
—Tiene que ser ahora. Llevo mucho retraso. Tengo órdenes y debo cumplirlas. Ya tendrá tiempo la chica de hacer el examen otro día.
—¿Órdenes? Pero ¿de dónde se ha escapado usted, Joaquín, del ejército? —El profesor rio por la nariz—. Y ¿se puede saber de qué general ha recibido esas órdenes, si puede saberse?
Joaquín colocó los brazos en jarras, logrando que su figura se tornara más oronda de lo que ya era. Mantuvo sus labios cerrados durante varios segundos, degustando la respuesta, hasta que ya no pudo resistir más.
—La rectora —dijo con satisfacción.
—La... rect... —quiso repetir el profesor, fracasando en el intento.
Ante la imprevista pausa en el examen, varios alumnos asomaron sus cabezas entre las magras carnes del conserje. Todos miraban a Ana.
Incómoda, y a la vez feliz porque aquella visita había llegado justo en el momento adecuado, aprovechó la oportunidad, se levantó de la silla y tomó su mochila.        Los tres profesores la miraron igual que al conserje. Un gesto despectivo con el que le decían: «Si sigues así, nunca llegarás a ser como nosotros.»
Ana no podía estar más de acuerdo con ellos.
Fue hacia Joaquín, y entre los murmullos del resto de alumnos, lo siguió hasta salir de la facultad.
Cruzaron el Club Social II, y cerca de la biblioteca, Joaquín y Ana entraron en el edificio donde se encontraba el rectorado.
—¿Señora Vargas? —dijo el conserje tras dar dos golpecitos en la puerta del despacho—. Ana Faure está aquí.
—¿Quién? —preguntó una voz desde el interior.
—Ana Faur... La chica que me mandó buscar.
Ni Ana ni el conserje oyeron nada.
—Ah, sí  —escucharon finalmente—... Que pase...
El conserje abrió la puerta, y posando una mano en el hombro de Ana, le dio un pequeño empujón para hacerla pasar.
—Gracias, Joaquín —dijo la rectora, sin levantar la vista de unos papeles que tenía sobre el escritorio—. Ahora déjenos a solas, por favor.
El conserje suspiró. Nadie apreciaba su trabajo.
—Sí, señora...
Ana se situó frente a la rectora sorprendida por la velocidad con la que latía su corazón, más rápido que durante el examen del que se había librado. La mujer, mientras tanto, seguía buscando algo entre un montón de folios y carpetas. Movió un dedo en el aire y señaló una silla. Su voz era cavernosa, de fumadora empedernida.
—Siéntate Ángeles... Digo... Ana...
Ana obedeció y aprovechó para observar mejor a la rectora. Nunca la había visto. Ni siquiera sabía que era una mujer. «Victoria Vargas», leyó en una placa colocada sobre el escritorio. Entrada en los cincuenta, tenía una cara angulosa y delgada, que le recordó a la de su madre. Rubia de bote. Ataviada con un traje caro que dejaba sus hombros al aire y una falda corta, por la cual sobresalían dos finas piernas tostadas a conciencia bajo el sol o los rayos UVA. Ojos atrevesados por patas de gallo y una sonrisa con la que puntuaba cada frase que pronunciaba, viniera a cuento o no.
Victoria Vargas dio finalmente con lo que buscaba: un post-it donde había apuntado unas líneas, entre las que Ana intuyó su nombre. Al fin se decidió a mirarla.
—Ana, cariño —le dijo—, ¿por qué tienes el móvil desenchufado?
—¿Cómo?
—Llevamos intentando localizarte toda la mañana. Joaquín no ha hecho otra cosa que ir de aquí para allá, preguntando a cada profesor y a cada alumno por ti, pero nadie conocía a una tal Ana... —Hizo una pausa—. ¿Cómo sería la forma correcta de pronunciarlo? ¿Fo-gué?
Desde niña, Ana estaba tan acostumbrada a que pronunciaran tan mal su apellido, que en el fondo casi prefería que la gente lo dijera tal y como sonaba en castellano —Fa-u-ré, con acento en la última sílaba—, que dárselas de experto en francés, y acabar con un horrible Faugué, Foiré o similares.
—Más o menos —dijo a modo de cumplido.
La rectora sonrió.
—Isabel, tu madre, me ha dicho que te ha llamado una docena de veces y que no le has contestado.
—Sí, es posible. Verá, tenía un examen y...
—Y al no localizarte ha llamado a la universidad —le interrumpió la rectora—. Varias veces
—Pero ¿de qué se trata? ¿Ha ocurrido algo?
La rectora ladeó su mano derecha a un lado y a otro. Más o menos. Y la sonrisa con la que acompañó el gesto, dejó todavía más preocupada a Ana. Luego Victoria Vargas miró por última vez el post-it, y con sus uñas pintadas de rojo brillante, lo apartó a un lado. Carraspeó un par de veces, y con su mal acento francés dijo:
—Jean-Jacques Faure.
Ana quedó paralizada al escuchar ese nombre.
—¿Lo he pronunciado bien? —dijo la rectora con otra sonrisilla.
— ¿Qué le pasa a esa persona? ¿Está bien? —dijo Ana con un hilo de voz—.
La rectora contestó de la forma más aséptica. Mecánica. Administrativa.
—Siento comunicarte que ha fallecido. —Y otro atisbo de sonrisa surgió en su cara, deteniéndolo en el momento exacto, antes de que se volviera grotesco—. Por eso nos ha llamado tu madre.
—Mi padre... ¿ha muerto?
—Eso es —dijo la rectora, como si Ana le hubiera preguntado si hacía calor—. Pero por el tono de voz de tu madre, me ha dado la impresión de que no era alguien que viviera con vosotras. Habló de él como de un desconocido. Aunque se la notaba alterada.
—Mi madre siempre lo ha odiado —dijo Ana para hacer callar a la rectora y asimilar lo que acababa de escuchar.
—No me extraña que lo odie... si os abandonó cuando eras una cría.
—¿Le ha contado eso mi madre?
La sonrisa permanecía siempre anclada en los labios de Victoria Vargas, como si en cualquier momento fueran a hacerle una foto.
—Por lo poco que me ha dicho, parece que era un pieza de cuidado. Su trabajo hacía que estuviera siempre fuera de casa. Hasta que un día se fue y ya no volvió. ¿En qué trabajaba, exactamente?
—Tenía una tienda de antigüedades —respondió Ana de forma automática. Esa era la respuesta que había inventado siendo muy niña cuando quería explicarse las continuas ausencias de su padre. Papá estaba muy ocupado con la tienda y no podía atenderla.
—Exmaridos —La rectora puso los ojos en blanco—... Sé muy bien cómo son los de su clase.
Después calló, como si se hubiera dado cuenta de que aquella información no era necesaria.
—Ángeles..., querida... Perdón..., Ana. Tienes que saber que estamos aquí para lo que necesites. En esta universidad no solo formamos a los hombres y mujeres del mañana, sino que también nos preocupamos por las necesidades presentes de sus alumnos; los protegemos y cuidamos.
Escuchar aquello fue el colmo para Ana.
—¿Nunca borra esa estúpida sonrisa de la cara?
La rectora la oyó, pero fingió no haberlo hecho.
—¿Cómo dices, cariño?
—Que por lo menos podría guardar esa mueca de estar encantada de conocerse para cuando me haya ido. Entonces podrá soltar un suspiro por haberse quitado el marrón de encima. Porque eso es lo que soy ¿verdad? Qué mala suerte el haber tenido que contarle a una alumna que su padre ha muerto. ¡Como si le importara algo!
Victoria Vargas se pasó el dedo meñique por la comisura de los labios y se quitó un exceso de carmín.
—Querida, después de hablar un rato con tu madre, solo me ha quedado clara una cosa: tu padre es, era y será alguien por el que no vale la pena verter una lágrima.
La rabia inundó a Ana. Pensó que era el momento perfecto para insultar a aquella mujer que, sin ningún miramiento, había decidido juzgarla a ella, y peor aún, a su padre. Quería agredirla, armar un escándalo y que la expulsaran de la universidad. No podía imaginar un regalo mejor.
Dio un paso al frente, cuando alguien llamó a la puerta. Era Joaquín.
Ana no lo miró. Solo tenía ojos para la rectora; quería absorber toda la falsedad que había en ella. La rectora le devolvió la mirada. La visita del conserje era justo lo que esperaba. Significaba que iba a confirmarle algo que antes habían hablado. Sería su pequeña victoria sobre esa mocosa con ínfulas, esa alumna mala e insignificante. Dejó que Joaquín hablara.
—La madre de la chica está aquí.
La sonrisa de la rectora se abrió en todo su esplendor. Con unas piernas iguales a las patas de un flamenco, se levantó y volvió a hacer uso de su archivo de frases hechas.
—Reitero de nuevo mis condolencias, cariño. Nos tienes aquí para lo que necesites.
Ana se mordió con fuerza el labio cuando Victoria Vargas le colocó la mano sobre el brazo y le dio varias palmaditas de despedida.
Un segundo después estaba fuera del despacho.
Joaquín la acompañó hasta el pasillo y con solo una mirada pareció decirle: «Sé cómo te sientes. Yo la tengo que aguantar todos los días». Ana le correspondió con una sonrisa de agradecimiento.
Al final del corredor, una figura se recortaba contra el sol fulgurante que entraba a través de un ventanal. Estaba quieta, con el bolso en una mano y en la otra un pañuelo de tela. Quiso Ana comprobar el estado de ánimo de aquella persona, pero siempre le había sido difícil descifrarlo.
—Mamá... —dijo con ganas de apartar la frialdad que siempre las envolvía a las dos, lanzarse hacia ella, abrazarla y llorar.
Pero la mujer no se movió. Esperó a que Ana detuviera su impulso y luego tragó saliva.
—Vamos —dijo—. Tengo el coche mal aparcado.
Y girando sobre sus tacones se dirigió hacia la salida.
Ana quedó con los brazos extendidos en el aire en un abrazo inacabado. El ambiente caliente y pegajoso se metió por cada poro de su piel. Buscando algún resquicio de amabilidad, se volvió esperando encontrar de nuevo la figura de Joaquín al final del pasillo. Pero ya no estaba allí.
Entonces, ante el corredor vacío, sintió algo que en realidad no había dejado de acompañarla durante toda la mañana: la sensación de que la vigilaban. Como si incluso antes de que supiera de la muerte de su padre, todas las miradas se hubieran puesto sobre ella.
Y como si el velo que había rodeado la vida de Jean-Jacques Faure durante todo este tiempo comenzara a resquebrajarse.
 ¿Podría saber ahora cómo había sido su vida? ¿En qué consistía realmente su trabajo? ¿Los motivos de su desaparición? ¿Por qué un día, de la noche a la mañana, la abandonó? Ana quería saber todo aquello, pero no fue consciente en ese momento de que el último aliento de Jean-Jacques Faure sirvió para que una nueva vida comenzara para ella. 

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3 comentarios:

  1. Enhorabuena por tu nuevo libro. Impresionantes las imágenes. El primer capitulo lo leeré cuando me compre el libro, porque me gusta leer los libros de una sola vez.

    Que tengas suerte con tu nuevo libro.

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  2. Gracias, Godor. He intentado hacer una historia emocionante, adictiva y entretenida. A ver qué tal funciona. Un saludo.

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  3. Hola! Acabo de terminar tu libro y me ha encantado, estoy deseando leer la segunda parte!! Enhorabuena es un libro fantástico!

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